“Y me ha dicho: «Bástate mi gracia,
porque mi poder se perfecciona en la debilidad»
Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien
en mis debilidades, para que repose sobre mí
el poder de Cristo”.
(2 Corintios 12:9)
El gran siervo de Dios, Watchman Nee, escribió que luego que recibimos a Cristo desaparecen todos nuestros apoyos: "nos quedamos sin techo, sin paredes y sin piso”, decía, y agregaba que aún se menoscabada nuestra moral frente al mundo.
Quizás esto último parezca extraño, pero podemos meditar en varios ejemplos además del que nos da el propio apóstol Pablo, que de ser discípulo respetado de Gamaliel y amigo del temible poder religioso se transformó en una amenaza para los judíos y generador de tumultos en el mundo de su época. Perseguido por judíos y romanos visitó varias veces la cárcel y en ella murió. Fue el caso también de Moisés, incrustado en el centro del poder del mayor imperio de su época como “hijo de la hija del Faraón” con todas sus regalías. Pero en cuanto cedió al llamado de su pueblo para cumplir su misión celestial se transformó en traidor y prófugo de la justicia. Tuvo que huir y terminó apacentando rebaños que no eran suyos en una región remota y allí, despojado de todo, Dios se le manifestó en una zarza.
También nuestro Señor "se hizo débil" hasta lo sumo para cumplir su misión en el Plan de Redención:
“Él, siendo en forma de Dios,
no estimó el ser igual a Dios
como cosa a que aferrarse”
(Filipenses 2:6)
Y murió crucificado entre dos ladrones y en medio del escarnio público.
No nos sorprenda entonces que nuestra "honorabilidad" y prestigio ante el mundo quede debilitada si insistimos en nuestro testimonio en el Camino. Pero la Gracia de Dios resplandece sobre nuestras cabezas y su Espíritu da testimonio en nosotros de que este no es nuestro lugar, que aquí somos peregrinos y extranjeros sujetos a leyes y comportamientos extraños.
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